LECTURAS – Leyendas de Lácenor: La Ciudad Blanca.

Hoy os traigo una entrada para recordar Leyendas de Lácenor: La Ciudad Blanca.

Fue mi primera novela, escrita a lo largo del 2009 y del 2010 y publicada en mayo del 2010 por Ediciones Parra. Tras varias reediciones terminó en DLorean Ediciones, donde sigue a día de hoy.

Es el trabajo al que le tengo más cariño, pues fue el inicio del camino, el que lo empezó todo. Después vendrían otras novelas, libros de ensayos, relatos para antologías e incluso varias publicaciones más de Leyendas de Lácenor (El Guardián Gris, la Antología de relatos del V aniversario y varios cómics).

Actualmente, ocho años y medio más tarde, recupero el inicio de la novela para el blog, de manera que aquellos que no la conozcan puedan hacerlo y aquellos que la hayan leído puedan recordarla y, ¿por qué no? animarse a leerla de nuevo. Os recuerdo, además, que La Espada Oscura, la tercera novela de Leyendas de Lácenor, se encuentra cocinándose a fuego lento. Pronto tendréis noticias al respecto.

Recordad que podéis encontrar las novelas de Leyendas de Lácenor en Amazon. Solo tenéis que entrar AQUÍ.

¡Disfrutad la lectura!

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Prólogo.

Año 977 de la Era de los Mortales.

Con el rostro perlado de sudor, Tach´or se adentró en la Estancia de las Sombras. Sabía que era absurdo a ojos ajenos, pero no podía evitar sentirse nervioso e intranquilo entre las tinieblas que daban nombre a la sala. Un éldayar, un elfo de las sombras como les llamaban los humanos, asustado por la oscuridad. Los esclavos se reirían de él si lo supieran. No obstante, sabía que era una experiencia terrorífica para la mayoría de sus hermanos aunque no hablasen de ello. Su pueblo conocía bien la Oscuridad y lo que se ocultaba tras ella.

Ese era el único lugar que enlazaba el mundo de los mortales con el Inframundo, el único lugar en el que ambos estaban tan cerca el uno del otro que bastaba muy poco para rasgar el débil Velo que los separaba. Una legión incontable de seres demoníacos nacidos de la propia Oscuridad arañaban con sus espectrales garras los debilitados muros de la realidad, anhelando encontrar una abertura que les permitiese alimentarse de las almas y la sangre de los mortales. Tach´or sabía que la misma magia oscura que les permitía mantener abierto tan terrible portal era la que contenía a las criaturas de las sombras y les impedía traspasar el umbral a su mundo. Las sacerdotisas de los éldayar, fieles devotas del Oscuro, utilizaban los favores que les otorgaba su dios con ese fin, consiguiendo así acceso a los terribles poderes del Inframundo. Mientras más próxima se encontraba una de estas devotas a la Estancia de las Sombras, mayor era su poder. En su interior nada de este mundo podía enfrentarse a ellas. «Nada de este mundo», reflexionó Tach’or con un escalofrío mientras sentía las invisibles garras de los seres de las sombras arañando la realidad a su alrededor. Nada de este mundo, pero ¿quién sino el Oscuro sabe qué poderes se ocultan más allá del Velo?

Tach´or tomó aliento y se sobrepuso a su nerviosismo. Si alguna de ellas lo percibía… No quiso ni pensarlo. Se limpió el sudor de la frente y continuó adentrándose en las sombras de la estancia. Mientras caminaba, observó fascinado el espectáculo que se desplegaba ante él. En la enorme sala podía verse media docena de hermosas sacerdotisas elfas semicubiertas por vaporosos vestidos de seda que dejaban entrever sin dificultad aquello que supuestamente ocultaban. Las sacerdotisas llevaban a cabo distintos rituales para ganar los favores de su siniestro dios: algunas realizaban sacrificios de víctimas gimoteantes, otras se postraban en rezos con los que se les permitía realizar poderosos conjuros… Resultaba fascinante la dedicación de esas devotas del Oscuro que, a diferencia de los hechiceros, necesitaban contar con los favores de su señor para poder utilizar su magia.

El elfo buscó con la mirada entre ellas mientras admiraba los distintos rituales que llevaban a cabo. En una lucha por dominar el terror que le producía estar allí, encontró finalmente a quien buscaba.

Lamshala –susurró arrodillándose. Al escuchar el respetuoso saludo éldayar la esbelta figura se volvió hacia él.

Qué apropiado que estés aquí, Tach’or. Empezaba a tener hambre –sus labios dibujaron una seductora sonrisa. El aludido trató por todos los medios de evitar mirarla a los ojos, pero no fue capaz. Unos insondables pozos oscuros le atraparon y lo arrastraron hacia un estado semi–hipnótico mientras la elfa se arrodillaba a su lado mordisqueándose los rojos labios.

Ya eres mío –susurró. Sus uñas se clavaron en el indefenso éldayar haciendo brotar la sangre mientras le besaba con lasciva pasión. La mujer interrumpió el beso tan bruscamente como lo había comenzado y se puso de nuevo en pie mientras se relamía.

Tach´or cayó hacia delante, manteniéndose a gatas a duras penas mientras jadeaba mareado a consecuencia de la energía vital que le había sido robada en tan aparentemente inofensivo beso.

Y ahora, delicioso Tach’or, dime qué te trae por aquí –ordenó ella acomodándose entre unos blandos cojines situados a ambos lados de la sala.

Sí, sacerdotisa Shylara –dijo el elfo mientras trataba de recuperar el aliento. Nunca sabía si la especial predilección que la sacerdotisa parecía sentir por él era una bendición o una maldición–. Traigo noticias sobre su hijo… –Un destello de ira en los ojos de la elfa le recordó, demasiado tarde, que había cometido un error.

¿Mi… hijo?

Discúlpeme, yo solo…

¿¡Mi hijo!?

Tach´or palideció, temiendo por su vida.

Es un bastardo. Tuve la desgracia de quedar manchada por la semilla de uno de mis esclavos, pero eso no lo convierte en mi hijo. No es más que un mestizo que no merece ni el aire que respira. Si vuelves a referirte a él como lo has hecho…

La amenaza quedó incompleta, pero fue más que suficiente. Ambos eran perfectamente conscientes de lo que ella era capaz.

No volverá a repetirse –aseguró Tach´or agachando la cabeza.

Bien. ¿Qué sucede con el bastardo? La única razón por la que no lo sacrifiqué al Oscuro en el mismo momento en el que nació fue que los del gremio de asesinos mostrasteis cierta curiosidad profesional por él. Si está causándote problemas mátalo, pero no me molestes.

En realidad es casi lo contrario, sus progresos son realmente fascinantes. Gracias a su sangre humana, con menos de tres décadas de vida es ya un adulto completamente formado físicamente. Si no fuese porque esa misma impureza racial le hace más torpe y lento recomendaría criar semielfos como asesinos, apenas un par de décadas serían suficientes para tener un buen grupo de ellos, una tropa barata y completamente sacrificable.

¿Y mancillar nuestra raza así? –respondió ella con un gesto despectivo.

En cualquier caso –prosiguió el elfo–, estoy convencido de que ya está preparado. Ha sido entrenado durante casi treinta años en las artes del sigilo y el asesinato y he de decir que estoy realmente satisfecho con el resultado. Compensa las deficiencias de su lado humano con una disciplina y una dedicación absolutas. Ha demostrado especial predilección por las dagas, una puntería sorprendente con arcos y ballestas y, además, me he ocupado personalmente de que uno de nuestros esclavos (un erudito entre los suyos, al parecer) le enseñase su primitivo idioma. Le hará falta para infiltrarse entre los humanos.

Me aburres… ¿Por qué me aburres, Tach’or?

Porque… –este se tragó las palabras que bailaban en su mente: «porque es vuestro hijo, maldita sea, y porque pensaba que a pesar de todo tendríais algo más que hielo en el corazón»–. Porque creo que ya está preparado para cumplir con el papel para el que ha sido entrenado todo este tiempo. Había pensado en que el encargo que habéis hecho al gremio acerca del asesinato de la dama Aressa podría ser un apropiado bautismo de fuego para él.

En ese caso envíalo, pero no quiero errores. Si lo matasen me sentiría muy aliviada de quitármelo de encima, pero no en esta misión. En este encargo no toleraré fallos, esa tal Aressa debe morir.

Y morirá, sacerdotisa Shylara. Ahora, si me disculpa, debo continuar con mi trabajo –concluyó el maestro de asesinos, inclinándose ante su señora.

No. No puedes marcharte.

Tach´or miró a la mujer sin comprender. Esta se le acercó con una pícara sonrisa y, atrayéndolo hacia sí, volvió a besarlo con pasión desenfrenada.

Aún no he terminado contigo –le susurró al oído mientras le mordisqueaba la puntiaguda oreja.

Con una sonrisa de complacencia el elfo se dejó arrastrar a los almohadones.

Las tinieblas envolvían al joven semielfo. Llevaba horas corriendo, tratando desesperadamente de escapar aun cuando no lograba alejarse de sus perseguidores. En el momento en que creía que había logrado dejarlos atrás surgían de nuevo de entre las sombras y trataban de darle alcance, obligándole a redoblar sus esfuerzos por alejarse. No recordaba cuánto tiempo llevaba corriendo, de hecho ni tan solo sabía en qué momento había comenzado a hacerlo. Con el rostro pálido por el esfuerzo trató de mirar hacia atrás, temiendo lo que podía encontrarse.

Efectivamente, ahí estaban. Incontables seres fantasmales y almas errantes trataban de alcanzarle entre gemidos y gritos de dolor.

El semielfo aceleró su carrera, temeroso de lo que podían hacerle si le alcanzaban, cuando sintió que unas manos frías le agarraban de la pierna haciéndole caer. El vacío se abrió ante él y lo tragó, pero ni aun entonces logró liberarse de los espectros, que le atormentaban con sus lamentos desgarradores…

Su propio grito lo despertó. Su respiración era agitada. Abrió los ojos y, tras enjugarse el sudor del rostro, miró a su alrededor. ¿Qué había pasado? Se llevó una mano a la cabeza y se masajeó la sien, tratando de tranquilizarse. Intentó convencerse de que solo se trataba de una pesadilla, pero sabía que no era así. Era la misma de siempre, una carrera eterna atormentado por fantasmas y demonios que no conseguía identificar. Llevaba años teniendo el mismo sueño, pero cada vez se volvía peor. Cada día los espectros se acercaban más a él, de manera que nunca podía dejar de correr. No comprendía bien el significado que tenía, pero sí sabía que de seguir así acabaría por destruirle.

Al recordar de repente dónde estaba, se incorporó con cuidado y miró a su alrededor. Se encontraba en mitad del bosque en su primera misión, que además le había sido encomendada por su madre (sabía que no debía llamarla así, pero no podía evitarlo). Su objetivo era una carreta que transportaba a alguien importante –la dama Aressa, según le habían informado–, así como a un nutrido grupo de guardaespaldas. Les había seguido durante horas hasta que, finalmente, se habían detenido a prepararse para pasar la noche. El semielfo, escondido a una distancia prudencial, decidió esperar el ocaso para así atacar con el resguardo de la oscuridad. Había intentado descansar un poco mientras esperaba, pero de alguna manera se había deslizado lentamente desde el trance ligero hasta un sueño profundo e intranquilo. Sabía que haría mejor su trabajo si se encontraba descansado, pero de haber sabido que iba a volver a tener esa pesadilla se habría mantenido despierto.

El asesino se obligó a apartar de su mente el sueño y desenfundó una daga. Tras pasar el dedo por el filo sonrió al observar en él una fina línea carmesí.

Vamos allá –susurró.

¡Te veo nervioso, chico! –Exclamó un veterano mercenario al que llamaban el Tuerto–. ¿Es tu primer trabajo?

Sí, señor –respondió el joven imberbe al que iba dirigida la pregunta–. He hecho algún trabajillo menor, pero es la primera vez que formo parte de una escolta como esta –confesó.

No tienes de qué preocuparte –añadió otro, un espigado hombre apodado Rojo por el color de su cabello–. Somos doce sin contar a los dos guardias personales que acompañan a la dama Aressa en todo momento. Además, no llevamos precisamente un cargamento de oro y joyas, es solo una mujer. No corremos peligro.

¿Estáis seguros?

Claro. Es un trabajo sencillo, dinero fácil –aseguró el que había hablado primero mientras mordisqueaba una salchicha recién hecha en la lumbre–. Relájate y come algo, anda.

El chico aceptó de buena gana el palo con otro chisporroteante trozo de carne que le tendía su compañero y comenzó a masticar con una sonrisa.

Ya verás, muchacho. Cuando tengas mi edad te acordarás de esta primera noche de guardia y te reirás de tus propios miedos.

Una sombra se deslizó unos metros por detrás de los mercenarios mientras estos bromeaban entre bocado y bocado.

El semielfo observó a sus presas con fascinación. A pesar de que por sus venas corría sangre humana el único trato que había tenido hasta entonces con esa raza había sido el viejo esclavo designado para que le enseñase el idioma de los humanos. Aún podía recordar a Nam –pues ese era su nombre–, encadenado a unos grilletes en su celda, vestido con unos harapos y mirándole a través de unos anteojos rotos mientras hablaban iluminados por una solitaria vela. Podría decirse que era lo más parecido a un amigo que había tenido ya que, dada su condición de mestizo, ningún éldayar había querido mezclarse con él. En cambio el viejo erudito le había tratado con respeto y amistad. Recordaba cómo, en sus largas horas de conversación, Nam acostumbraba a dirigirse a él como Pequeño Cuervo, lo más cercano a un nombre que le habían dado. Shylara no había permitido que le dieran uno por no considerarlo digno de ello, siempre se habían referido a él como «el bastardo» o «el mestizo». Sin embargo, también recordaba la amarga despedida cuando Regh´ort, su maestro en la cofradía de asesinos, consideró que ya había aprendido del anciano todo lo que necesitaba y le encargó matarlo. Recordaba el momento en que, de pie ante Nam con una daga en la mano, le había dicho que no quería hacerlo. El humano le había explicado que no podía negarse porque, de hacerlo, los matarían a ambos. El semielfo recordaba cómo había rehusado con lágrimas en los ojos y el terrible momento en que el anciano le había arrebatado el arma para matarse él mismo, dando la vida por salvarle. Al ordenarle matar a su único amigo habían despertado sin saberlo algo en el joven aprendiz que aún continuaba ardiendo. Sin embargo…, sin embargo, en esos momentos tenía un trabajo que cumplir. No podía entretenerse con recuerdos del pasado.

Había contado doce escoltas, tres de los cuales estaban de guardia mientras los otros nueve descansaban. Dos más, según lo que había escuchado, custodiaban a su objetivo. Si consideraba que estos últimos estarían montando guardia en la tienda de tela donde debía estar descansando la dama Aressa, era un trabajo extremadamente sencillo.

Empuñó dos de sus dagas y se dispuso a comenzar el trabajo.

¿Habéis oído eso? –preguntó el joven poniéndose en tensión.

¿Qué pasa ahora? –gruñó el Tuerto mientras aceptaba el frasco de licor que le tendía su otro compañero.

Un ruido. Venía de esa dirección –aseguró el muchacho susurrando, sin dejar de mirar hacia el lugar en cuestión.

Sus dos compañeros se giraron hacia donde les indicaba. Tras intercambiar una mirada de complicidad tendieron la botella al más joven.

¿Seguro que no quieres un trago? Te ayudará a relajarte.

Pero el ruido…

Chico –interrumpió Tuerto–, allí es donde duermen los demás. Eso que tanto te ha asustado probablemente no sea más que uno de ellos roncando o levantándose a mear –aseguró fastidiado–. Ve a echar un vistazo si quieres, pero déjanos tranquilos.

Avergonzado, el chico agachó la cabeza mientras los dos veteranos seguían pasándose el frasco, pero no permaneció mucho tiempo así. Tenía una extraña sensación de inquietud y no se le iba a ir permaneciendo sentado.

Armándose de valor se levantó y, tras tomar del fuego un palo en llamas, se dirigió hacia el lugar del que había venido el ruido.

Sus dos compañeros intercambiaron una mirada de hastío mientras oían sus pasos alejarse.

¿Chicos? ¿Sois vosotros? –preguntó el joven a medida que se acercaba a la zona donde descansaba el resto de la escolta. Esperó recibir respuesta de alguno de ellos, pero no fue así. El muchacho siguió avanzando con la espada corta desenfundada; aunque trataba de evitarlo con todas sus fuerzas temblaba de pies a cabeza.

Va…vamos… –tartamudeó–, sabéis que soy novato. No me gastéis estas bromas.

Esbozó una sonrisilla forzada y alcanzó el lugar, mientras luchaba para evitar salir corriendo en dirección contraria.

Qué extraño –murmuró. Ante él se encontraban sus nueve compañeros en sus respectivos lechos improvisados, descansando como si nada estuviera pasando. Cubiertos por mantas y capas de lana, ninguno de ellos daba señales de estar despierto. Con un suspiro de alivio el muchacho notó desvanecerse el temor que había sentido momentos antes y se volvió para regresar a su puesto, extrañamente alegre por las bromas que debería soportar el resto del viaje a causa de sus temores.

De pronto se paró, algo no encajaba.

Se volvió de nuevo hacia los mercenarios y los inspeccionó minuciosamente con la mirada, buscaba lo que le había hecho detenerse. Palideció al advertir de qué se trataba: no escuchaba los ronquidos, ni aun las tranquilas respiraciones propias del sueño. Ni tan solo se habían movido o revuelto en sus lechos desde que se acercara.

Sintiéndose invadido por el pánico corrió hacia uno de los hombres.

¡Despertad! –exclamó, al tiempo que le quitaba la manta con la que se cubría. Dos ojos muy abiertos miraron al chico sin pestañear. Un primer impulso de alegría fue sustituido de inmediato por la desesperación al advertir que el hombre yacía degollado sobre un charco de su propia sangre. Reprimió un grito y corrió hacia otro de los mercenarios. Apartó la capa de lana verde con que se cubría y volvió a encontrarse lo mismo.

Al borde de la locura fue destapándolos a todos uno por uno, obteniendo siempre la misma imagen: una siniestra sonrisa roja a lo largo del cuello y un lecho de sangre.

Una pesadilla… −susurró el chico, fuera de sí–. Tiene que ser una pesadilla.

Retrocedió tambaleante ante la grotesca escena dejando caer la improvisada antorcha que había tomado y corrió hacia la hoguera, esperando llegar a tiempo.

¡Tuerto! ¡Rojo! ¡Estamos en pe….! –el grito de aviso murió antes de nacer, en el momento en que vio a los dos hombres. Ambos yacían en el suelo sobre sendos charcos de sangre que aumentaban por momentos. Junto a ellos, como si de una burla se tratara, el frasco del que habían estado bebiendo minutos antes dejaba a su vez escapar el licor, empapando la tierra.

Eres muy escandaloso –susurró una voz a su oído. El muchacho intentó defenderse, pero fue inútil: sentía cómo las fuerzas le abandonaban rápidamente.

Cayó de rodillas al suelo y advirtió que también en torno a él comenzaba a formarse un charco carmesí.

El asesino limpió su daga en un trozo de tela mientras hacía recuento. Con el chico sumaban doce, lo que quería decir que ya solo le quedaban los guardaespaldas y la tal dama Aressa. En cuestión de minutos habría terminado el trabajo.

Se aproximó a la tienda donde se encontraba su víctima, deslizándose al amparo de la oscuridad. Aguardó un poco antes de realizar un corte en la tela que le permitiera ver. Al acercarse advirtió que los dos guardaespaldas personales que aún debía despachar no eran simples mercenarios, sino que se trataba de caballeros. Ambos estaban allí erguidos con sus aceros en las manos, probablemente alertados por los gritos del chico, vigilando que nadie se aproximase. Tras ellos podía distinguir una figura envuelta en mantas sentada en lo que parecía ser algún tipo de camastro de viaje. A pesar de su visión élfica, el asesino no distinguía bien a la persona que se encontraba en la cama, pero no había duda de que debía tratarse de la dama Aressa.

Tras unos instantes de observación, el semielfo reprimió una carcajada al advertir el gran error cometido por los escoltas. Las pesadas armaduras de los caballeros podían ser prácticamente invulnerables, sin duda. Pero la oscuridad de la noche les había obligado a quitarse los yelmos si querían ver alguna cosa más allá de sus narices. Eso, unido a que él sí podía ver en la oscuridad, le garantizaba la victoria.

Se deslizó entre las telas, silencioso como una sombra, mientras trataba de buscar el flanco de sus víctimas. Por un instante consideró ignorarlos y acabar con la mujer arrojándole una de sus dagas, solo por la deshonra y vergüenza que algo así supondría para los caballeros. Pero sus órdenes habían sido acabar también con todos los escoltas. Nunca había desobedecido una orden y no empezaría esa noche.

Empuñó sus armas sujetándolas por las afiladas puntas y, tras comprobar el equilibrio durante unos instantes, surgió de entre las sombras.

Una de ellas cruzó velozmente el espacio que separaba a asesino de víctimas, clavándose en el cuello de uno de los caballeros. Este, con un agónico gorgoteo, cayó al suelo.

El semielfo retrocedió rápidamente y, para cuando el hombre restante se había encarado hacia el lugar del que había venido el ataque, él ya se encontraba en otra zona de la tienda. Desenfundó silenciosamente otra daga y se aproximó al guardaespaldas. En la cama la víctima sollozaba quedamente, sabiéndose condenada.

¡Da la cara, asesino! –gritó el hombre. El aludido se limitó a sonreír, consciente de que ya había ganado. Después de situarse a la espalda del caballero, mientras este miraba desesperadamente a su alrededor, el semielfo saltó sobre su objetivo y hundió las afiladas hojas en el cuello al mismo tiempo para, con un brusco movimiento, sesgar hacia el exterior.

Un reguero de sangre salpicó por todas partes mientras la cabeza rodaba por el suelo.

Por fin estamos solos. Espero que seáis la dama Aressa, porque de lo contrario habré cometido un lamentable error –el semielfo esbozó una siniestra sonrisa.

La chica se limitó a llorar.

Claro que lo eres –sentenció él, arrebatándole las mantas.

Por favor –suplicó la mujer mientras acunaba un pequeño bebé entre los brazos–. Por favor, no le hagas daño. Haz lo que quieras conmigo, pero deja vivir a mi hijo. Por favor…

El asesino observó atónito a la mujer, sin poder ocultar su sorpresa.

Nadie me dijo nada de un niño –confesó acariciando el cabello de la mujer–. Supongo que no entraba en el encargo.

¿Lo dejarás vivir? –preguntó ella esperanzada.

Solo a él –puntualizó el semielfo con una dura mirada.

Dama Aressa abrazó a su hijo entre lágrimas de dolor y alegría al mismo tiempo.

Gracias… –susurró mientras le tendía el bebé a su asesino.

Una daga le atravesó el corazón sin que pudiera verla venir.

Regh´ort observó al semielfo, que regresaba de cumplir su encargo.

¡Has tardado! –exclamó al tiempo que advertía las manchas de sangre que salpicaban las ropas oscuras del mestizo.

Eran muchos –se justificó este.

¿Algún contratiempo?

Sí. Tenemos que buscar a alguien que se haga cargo del crío –informó el asesino.

Sorprendido, el éldayar advirtió que su discípulo llevaba un bebé humano en brazos.

Sabía que eras estúpido, pero no hasta este extremo –respondió Regh´ort con desprecio–. Es lo que pasa por tratar de enseñar a un mestizo.

El niño no entraba en el encargo –se defendió el aludido.

¡Déjate de tonterías, bastardo! –exclamó el elfo cogiendo al niño mientras echaba mano de una espada corta.

Sin saber muy bien qué era lo que hacía ni por qué, el semielfo desenfundó una daga y, antes de que el acero de su maestro llegase a tocar al pequeño, la clavó en el corazón del éldayar. El asesino recogió al pequeño antes de que cayese junto a Regh´ort, quien le dirigió una última y sorprendida mirada.

El semielfo miró al cadáver sin acabar de creer lo que había hecho. Mientras, acunaba al bebé para que dejase de llorar.

Sabía que, desde ese momento, se había convertido en un proscrito para los elfos de las sombras.

Tach´or jadeaba exhausto junto a la sacerdotisa Shylara. Había acudido hacía un rato para informarle, pero la elfa lo había arrastrado de nuevo a los cojines, sedienta de poder y placer por igual.

Mediocre –sentenció ella.

Yo… lo siento, Lamshala. Procuraré esforzarme más la próxima vez. Respecto a lo que venía a informaros…

Ah, sí. El informe. ¿Qué sucede?

Se trata del bastardo.

¿Ya ha regresado? Se ha tomado su tiempo.

No, en realidad no lo ha hecho. A decir verdad me han informado de que Regh´ort ha sido encontrado apuñalado, y del mestizo no hemos encontrado ningún rastro. Sospe… sospechamos… –tartamudeó él.

¿Sí? –preguntó la mujer a la vez que una mirada de ira relampagueaba en sus ojos.

Sospechamos que el bastardo lo mató.

Ella se inclinó sobre el instructor y mostró una extraña sonrisa.

En ese caso ya sabes lo que le pasa a todo aquel que me decepciona.

Lo sé, sacerdotisa Shylara. Me ocuparé personalmente de que reciba su castigo.

No hablaba de él –le susurró al oído. Las manos de la mujer brillaban con un oscuro resplandor posadas en el pecho del elfo–. Da recuerdos al Oscuro de mi parte.

No hubo gritos ni forcejeos. Cuando la elfa se levantó tan solo dejó tras de sí un consumido cascarón vacío, macabro recuerdo de lo que una vez fuera un ser vivo.

Lejos de allí una oscura figura se recortaba contra el amanecer, mirando al horizonte. Aún no alcanzaba a comprender qué era lo que había pasado, ni por qué había actuado de esa forma. ¿Qué motivo le había empujado a salvar al niño? ¿La compasión de la que Nam le había hablado tantas veces o, en cambio, lo había hecho solamente por contradecir a Regh´ort? Nunca había sentido ningún aprecio por el elfo y desde la muerte del anciano humano deseaba poder vengarse de él. Quizás cuando había decidido salvar al bebé buscaba inconscientemente algo que le diera una excusa para hacerlo.

Preguntas sin respuesta. Lo único que sabía con certeza en ese momento era que se había convertido en un proscrito para los éldayar y que, si daban con él, se enfrentaría a su fin. Debía ocultarse y pensar sobre lo que había sucedido, encontrarse a sí mismo para poder encontrar también su camino. Al mirar al pequeño advirtió que este dormía, sin preocuparse por nada.

Creo que te llamaré Nam –susurró con una sonrisa–. Al menos uno de los dos tendrá nombre.

Un cuervo se posó sobre una rama cercana y los observó fijamente, mientras soltaba un graznido.

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